LA CORRUPCIÓN Y EL BIPARTIDISMO

Con motivo de la publicación del nuevo libro de Julio Anguita “Combates de este tiempo” Iinsertamos uno de sus artículos en el que expone que ante la generalización de imputar a todos los políticos —casi en exclusiva— la acción de prácticas corruptas, el autor, por otra parte muy crítico con las corrupciones de los ciudadanos que se dedican a la cosa pública, analiza y denuncia la hipocresía de la sociedad en este asunto.

Viene bien en estos momentos en los que tanto el Psoe como el Pp están enfangados hasta el cuello con los casos de corrupción de los EREs, los Camps o los Urdangarines, como punta del inmenso iceberg que se imagina.

LA COARTADA

Soy partidario de que se considere como agravante en la comi­sión de un delito el que la persona inculpada ejerza responsa­bilidad institucional derivada de los procesos electorales o, sin serlo, tenga notoria relevancia en el ámbito político. El nobi­lísimo ejercicio de la Política exige de manera inexcusable el magisterio del ejemplo.

Dicho esto, me veo en la obligación de señalar la hipocresía generalizada consistente en hacer de la política y de la corrup­ción palabras sinónimas. En la España del Lazarillo, Rincone­te, Cortadillo, Guzmán de Alfarache o Marcos de Obregón los corruptos y venales suelen tener un cierto predicamento social cuando no un respaldo mediante la connivencia expre­sada en el dicho en su caso yo haría lo mismo; expresión ésta que se eleva a categoría de supuesta acción absolutoria tras las reiteradas veces que las urnas, vuelven una y otra vez, a elegir a políticos que han delinquido.

Hay quienes no reparan en los ejemplos de honestidad y honradez que les son suministrados por políticos que convi­ven con ellos y son del entorno más inmediato. Se prefiere la apelación a la descalificación general ya que ésta es la mejor de las coartadas para las venalidades y corruptelas propias. El todos son iguales además de ser una muestra de pereza mental es la indulgencia auto-concedida para posibles oportunidades que puedan presentarse. Y en ese sentido, el político hace las funciones de un agnus dei sobre el que se depositan las concu­piscencias de todos y cada uno para ser inmolados y despelle­jados en el altar de nuestro sacrificio exculpatorio.

Defraudadores de la Hacienda pública, absentistas y fu­lleros del trabajo, empresarios sobornadores, traficantes de influencias, vividores y parásitos de las instituciones emplea­dores troquelados en la trata de esclavos y depredadores de los bienes y caudales públicos, tienen siempre a flor de labios aquello de el mundo es así y yo no puedo cambiarlo. En este caso el mundo aparece como algo externo, independiente y ajeno a nuestros actos. La falacia no puede ser más grosera, pero corre de boca en boca y se erige en el santo y seña de aspirantes al reparto de cualquier botín proveniente de lo público.

El exacerbado sentido de propiedad privada, tan querido y tan sacralizado a la hora de preservar lo que sentimos como nuestro, se trastoca en indiferencia, inhibición o complicidad pasiva cuando los bienes expoliados, maltratados o derrocha­dos son los que teniendo su origen en el contribuyente —es de­cir en nosotros mismos— son administrados por terceros. No hay mayor síntoma de anomia social que la atribución de pro­piedad exclusiva de los caudales y ajuares públicos a las instituciones que los administran. Cuando eso ocurre lo nuestro, lo colectivo es vivido como lo de nadie. La legitimación del asalto a las propiedades públicas está servida.

Por eso, cuando el hombre o la mujer que ejercen la función política, caen en estos extremos, incurren en una responsabi­lidad mucho mayor porque debieron —por su función— ejem­plarizar una conducta que se opusiera radicalmente a aquella otra asumida como normal por una amplia parte de la base social.

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